Desde el 1 DE SEPTIEMBRE DE 2012 hemos venido celebrando en numerosos pueblos y ciudades del planeta, las lecturas solidarias "ESCRITORES POR CIUDAD JUÁREZ".

Estas lecturas están convocadas en solidaridad con Ciudad Juárez, en representación de todo el pueblo de México y por extensión de cualquier otro rincón del planeta donde el miedo, consecuencia última de la violencia, es utilizado para imponer la voluntad y los intereses de los grupos de poder sobre los derechos y la dignidad de los pueblos y los ciudadanos.

En nombre del colectivo Escritores por Ciudad Juárez continuamos con esta llamada a la solidaridad y la movilización. Quienes lo deseen pueden remitirnos sus poemas o textos, alusivos al conflicto que padece Ciudad Juárez, que serán colgados en este blog y posteriormente utilizados en cuantos proyectos y publicaciones decidan los organizadores de las lecturas solidarias. Las colaboraciones serán colgadas como entradas, con el nombre del autor o autora, junto al nombre de la ciudad de donde nos escriben. Y cada nueva colaboración del mismo autor o autora será añadida a la primera de sus colaboraciones.

Dirección de contacto: poemasporciudadjuarez@hotmail.es

jueves, 26 de septiembre de 2013

HUMBERTO CANIZALES, Ecatepec, México


Crónica desde el reino de Sauron
 
El 15 de septiembre asistí a la ceremonia del grito de independencia
en el Zócalo. Sabía que por la reciente evacuación realizada por el
gobierno mi acto pudiera calificarse dentro la categoría de
inconsciencia cívica, pero honestamente estaba más interesado en no
aburrirme y me autojustificaba pensando que, como buen mexicano, debía
de asistir al Zócalo de la misma manera en que un musulmán está
obligado a ir a la meca una vez en su vida y, siendo mis planes no
residir indefinidamente en el DF, me dije ¡vale! aprovechemos la
ocasión y tomé una ecobici rumbo al evento.
Al llegar a la Alameda una avanzada de puestos de fritanga y elotes
asados me recibió con patriotismo gastroenterítico; como traía hambre
no hice caso a mis escrúpulos y compre un esquite e inicie mi
peregrinación entre cucharadas de elote que nadaban en mayonesa. La
avenida Juárez en la acera frente la Alameda estaba inundada de
chucherías: banderas, pelucas, bigotes, cornetas, botes de espuma,
camisetas, silbatos, matracas, confeti, discos piratas: todo el
músculo de la industria superflua que mayormente importada de China
daba un guiño irónico a una fecha que celebra la independencia. Como
los puestos quitaban espacio nos movíamos por la estrecha banqueta con
lentitud de glóbulos rojos en arteria esclerótica; sin embargo, ya en
el andador Madero el espacio se abría y se veía a una multitud de
cabecitas andantes en procesión bulliciosa, aderezados en rigurosa
parafernalia. Ahí en la esquina de Madero y Eje Central una bienvenida
de policías con casco y tolete vigilaban apáticos a un manifestante
que, ondulando una bandera, nos arengaba para que recapacitáramos
nuestra asistencia al evento ¡Póngase a trabajar pinche maestro
güevon! fue una de las respuestas que escuche de refilón ante la
mirada aprobatoria y sardónica de los policías, al parecer el tipo era
sujeto de un permanente blanco de burlas y mentadas.
 Arribe a la entrada del Zócalo ubicada en Tacuba; atrás de las vallas
la muchedumbre se amontonaba y observé los detectores de metal
ubicados al fondo, me dio la sensación de estar entre una especie de
aeropuerto al aire libre y un campo de refugiados: Está prohibido
introducir, perfumes, aerosoles, objetos punzocortantes, cohetes,
armas de fuego pronunciaba en voz alta repetidamente un militar. Sin
ser un mar de gente nos apretábamos alrededor de las vallas, éstas se
abrían para dejarnos pasar a cuenta gotas. Adentro teníamos que
formarnos para pasar por los detectores, había unos ocho, detrás de
cada uno se hacía una fila separada de las otras por vallas,
haciéndonos parecer un hato de ganado rumbo al corral. La primera
revisión se realizaba al principio de cada fila, mostrábamos en las
manos lo que traíamos en los bolsillos como traviesos colegiales y nos
revisaban; después, al llegar al detector, una vez más vaciábamos los
bolsillos utilizando esta vez una charola, ahí también dejábamos el
cinto y pasábamos a través mientras varios oficiales observaban el
proceso. Tras recoger las pertenencias del otro lado había una última
revisión: todos éramos concienzudamente examinados con un mayor celo
que si se tratara de un viaje al extranjero o la entrada a la Casa
Blanca. Todo el asunto duro como quince minutos, tanta revisión me
indujo a sospechar de mí mismo y me pregunté si acaso no habría yo
acudido al grito con negras intenciones, respiré con alivio al
comprobarme libre de alguna hipotética pistola, pues no estaba muy
seguro de mi inocencia. Ya adentro había mucha presencia del estado
mayor, a pesar de la estricta revisión sufrida me parece que aún
tenían sus reservas para con nosotros, pues había uniformados por
todas partes.
 En la plancha la gente se agolpaba en la zona frente a catedral donde
estaba dispuesto un escenario, en ese momento estaba cantando Juan
Gabriel con una voz rasposa, ronca, como si tantos años de espectáculo
le hubieran arrasado la garganta; ahí el tránsito era lento, fui
siguiendo un hilito de gente que se dirigía alejándose del escenario
hasta que más o menos recorrido la mitad del Zócalo el espacio volvía
a ensancharse, la gente estaba separada entre sí con holgura: el lugar
no estaba lleno. Pude instalarme cómodamente, enfrente las pantallas
mostraban a un Juanga que aprovechaba la mínima ocasión para que la
gente coreara sus canciones y le evitara la fatiga.
Como tenia buen panorama aproveché la ocasión para aplicar mi ojo
clínico y pude comprobar que principalmente había dos maneras
antagónicas de celebrar el grito: el de los happy few y el de la
plebe. La plebe al igual que en todos los eventos estaba ubicada a
nivel de suelo, desde donde se lanzan los tomates, haciendo masa
social; en cambio los happy few disfrutaban del concierto desde unas
gradas ubicadas frente al escenario o presenciando el evento desde las
carpas ubicadas en el techo de algún edificio donde transmitía alguna
televisora o, en su grado de selectividad más afortunada, desde los
balcones de palacio nacional: más que un evento de unidad nacional la
disposición de los espacios asemejaba la geografía de un Auto de Fe.
Realmente no me importaba mucho el concierto, me encontraba más
entretenido con mis investigaciones
socioeconómicas-psicológicas-culturales y en general con el arte del
buen metiche e iba variando de materia de estudio. Como he mencionado
había una presencia numerosa de militares, supuse que estarían
resguardando los edificios y comencé a buscar en los techos a las
fuerzas de seguridad; mientras así paseaba la mirada, sabrá Dios el
motivo, quizá por la revisión que me predispuso o por un exceso de
películas sobre el tema, el caso es que me puse a pensar sobre cuál
sería el lugar ideal para ubicarse si uno fuera un francotirador, si
algún edificio lejano o camuflado tras una ventana y fue entonces que
me ocurrió algo extraño: sobre palacio nacional se erguían varios
reflectores que oteaban la plaza y los edificios, lo escudriñaban
todo, de pronto, mientras yo imaginaba al hipotético francotirador, se
dirigió hacia mí el haz reconcentrado de luz cegándome: En ese momento
sentí que me podían leer la mente ¡Sauron! Exclamé internamente y
alejé de inmediato aquellos pensamientos ¡Pronto Frodo, el anillo,
quítate el anillo! y comencé a pensar sobre alguna otra cosa hasta que
el haz de luz cambió su mirada a otra parte de la muchedumbre. La
presencia de la seguridad se volvió ominosa o me volví más consciente
de ella, al grado de notar hasta cuestiones minúsculas como que desde
un oscuro rincón del campanario de Catedral algún militar trasmitía
con su lámpara un mensaje en morse, pero finalmente me dije que todo
era una vil paranoia y trate de no prestar tanta atención, puesto que
quería quedarme hasta los fuegos artificiales, aunque de cuando en
cuando sentía que me volvían a dar una pasadita con el reflector.
 Al finalizar el concierto Juan Gabriel se despidió como si se subiera
a una nave extraterrestre desapareciendo entre algunos aplausos. Para
hacer tiempo en las pantallas nos pasaron un anuncio del gobierno
federal tipo mundo perfecto. Tras el comercial se inició la ceremonia
bajo el redoble de los tambores y el estruendo marcial de las
cornetas, tocando largamente por varios minutos, aquella sonata por
monótona se tornó odiosa y me hubiera aburrido completamente si no
hubiera sido por un señor que a unos metros de mí comenzó a marchar y
saludar como Napoleón de manicomio. Enfrente del balcón presidencial
no se veía maldita la cosa, ya que casi pegado a éste había una torre
donde tres personas tapaban la visibilidad dándonos la espalda,
supongo que eran camarógrafos o acaso guardaespaldas: cuando salió el
presidente la mayoría no lo podíamos ver salvo por la pantalla que
estaba ubicada frente a Catedral; yo desde mi sitio tan sólo alcanzaba
a ver un pedazo de bandera, así que la cosa no parecía estar hecho
para los presentes sino para el público televisivo, como si nosotros
no fuéramos más que un elenco o un montón de extras; de cualquier modo
supimos cuando estaba por salir el presidente e iniciamos el
tradicional coro de ¡Culero, culero, culero! Al salir el presidente
sonó la rechifla y un coro que en internet se escucha como ¡fuera,
fuera! pero que desde mi lugar se confundía con un variopinto catálogo
de mentadas en el cual participé activamente con algunas bellaquerías.
No obstante, cuando inicio su participación, el sonido local fue más
fuerte y en el espacioso atrás ya sólo se escuchaba la voz del
presidente, alguien con una luz verde intentaba darle a la cara pero
tenía un pulso espantoso, no vi que le atinara de lleno, además el
presidente estaba en la suya, como si le estuviéramos echando flores,
yo imaginó que en esos momentos él pensaba por lo menos el público de
la tele si me quiere. Después de sonar las campanas inició lo
realmente interesante: la pirotecnia, pero el presidente seguía en la
misma porque se la pasaba saludando a pesar de que nadie hacía caso ya
que todo mundo tenía la vista hacia catedral, donde estaban truene y
truene los cohetes.
El martes 17, en la clase de literatura me enteré que uno de mis
compañeros, amigo mío, había sido uno de los 31 detenidos que salieron
en las noticias durante el desalojo del plantón de maestros en el
Zócalo, un día previo a la celebración. Nos platicó que lo mantuvieron
incomunicado, de que lo obligaron a estar sentado por horas sin poder
moverse hasta dejar de sentir el cuerpo, de una enorme cámara
cegadoramente blanca y de la incertidumbre de no saber qué pasaría:
particularidades que quizá califican dentro de las categorías de
tortura física y psicológica. Con la historia contada por mi amigo, mi
memoria regresó a ese día del desalojo: me acuerdo de que estaba en la
Biblioteca de México, los Blackhawks de la policía federal
sobrevolaban la zona con su ruido sordo y constante, aquello rompía
con la tranquilidad de una biblioteca y me hacía experimentar un
ligero desasosiego. Entonces escuchando a mi amigo y recordando el
suceso fue cuando pensé, en efecto, estamos en el reino de Sauron:
allí en la plancha del Zócalo estuve en el corazón de su reino.
México ha sufrido una metamorfosis y es ahora una tierra mítica, una
fantasía de Tolkien: vivimos el retorno de un PRI milenario que no fue
destruido y recobra su fuerza para nuevos tiempos tétricos: ahora
puedo explicarme porque el exceso de seguridad, porque las tomas
seleccionadas en un grito tratado como un script de cine, porque los
acarreados como huestes, porque el miedo que sentí al ser alumbrado
por el reflector y la tensión experimentada al escuchar a los
helicópteros el día del desalojo, pues eran la versión de los dragones
alados montados por los señores oscuros. Quizá tan sólo existe una
diferencia con el señor de los anillos: en vez de que nacieran de la
tierra demonios envueltos en cartilaginosa tela, el PRI recicla sus
viejos monstruos.
 

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