Desde el 1 DE SEPTIEMBRE DE 2012 hemos venido celebrando en numerosos pueblos y ciudades del planeta, las lecturas solidarias "ESCRITORES POR CIUDAD JUÁREZ".

Estas lecturas están convocadas en solidaridad con Ciudad Juárez, en representación de todo el pueblo de México y por extensión de cualquier otro rincón del planeta donde el miedo, consecuencia última de la violencia, es utilizado para imponer la voluntad y los intereses de los grupos de poder sobre los derechos y la dignidad de los pueblos y los ciudadanos.

En nombre del colectivo Escritores por Ciudad Juárez continuamos con esta llamada a la solidaridad y la movilización. Quienes lo deseen pueden remitirnos sus poemas o textos, alusivos al conflicto que padece Ciudad Juárez, que serán colgados en este blog y posteriormente utilizados en cuantos proyectos y publicaciones decidan los organizadores de las lecturas solidarias. Las colaboraciones serán colgadas como entradas, con el nombre del autor o autora, junto al nombre de la ciudad de donde nos escriben. Y cada nueva colaboración del mismo autor o autora será añadida a la primera de sus colaboraciones.

Dirección de contacto: poemasporciudadjuarez@hotmail.es

martes, 31 de julio de 2012

FERNANDO BARBERO, Alcalá de Henares


Rachid

Al llegar a la Place de la Liberté, vi al pequeño Rachid, que miraba hacia donde se encontraba un grupo de militares ataviados con el uniforme de campaña: gorra, pantalón recogido por el bajo, chaqueta ligera y botas altas. Aparentemente se hallaban desarmados. Los había observado en otras ocasiones. Por aquella época, se encontraban acantonadas en Marrakech tropas que después serían aerotransportadas al Sáhara, a la guerra que Marruecos sostenía desde hacía un año y medio con el Frente Polisario, brazo armado de la República Árabe Saharaui.
La actitud de los soldados era la de un ejército en tierra conquistada. Parecía un desdichado grupo de airados infelices, que cometieran todo tipo de desmanes con la población civil, siempre que ésta estuviera lo suficientemente desprotegida. Parecía que llevaban a cabo sus reprobables acciones, para reparar una supuesta deuda que el país entero habría contraído con ellos.
Y la parte más desfavorecida de la sociedad marroquí susceptible de los atropellos más violentos e impunes, eran los niños. Desoyendo los consejos de compañeros de camping de otras nacionalidades, habíamos evitado en tres o cuatro ocasiones, con nuestra simple presencia forzada, que algún energúmeno uniformado propinara una paliza a alguien lo suficientemente pequeño y desamparado como para no ofrecer resistencia.
La mecánica de la operación era sencilla y habíamos llegado a ella de una forma natural: cuando veíamos perseguir a un niño o niña, nosotros correteábamos paralelamente o nos introducíamos por un callejón que sabíamos desembocaba en el lugar en el que se podía perpetrar la felonía. Sin dirigirnos al verdugo ni a la víctima, únicamente con nuestra presencia, el militar o el grupo de militares, desistía de su propósito. Y nos lo tomábamos como un triunfo.
Nuestro pequeño guía me miró durante unos segundos y luego inició una rapidísima carrera, hacia la zona más apartada de la plaza. En el asunto parecía jugarse la vida. Dos soldados salieron en su persecución con gesto de verdadero odio. Corrían muy deprisa y calculé que Rachid iba a ser alcanzado en un corto tramo. Así que sin pensarlo, dejando a mi intuición que me fuera dictando órdenes les grité: “¡eh!, ¡eh!, ¡eh!”.
Uno de ellos vaciló y perdió pie, aminorando la marcha para identificar al individuo que osaba interrumpir su caza. Cuando me descubrió, casi al paso ya, dudó entre continuar, darme un escarmiento o dejar pasar el asunto sin más. Finalmente, ante mi sorpresa, volvió sobre sus pasos y regresó hacia el inicio del acoso sin dedicarme una sola mirada.
Mas el otro, a pesar de que había llegado a detenerse, afectado por la conducta de su compinche, continuaba la cacería ante la indiferencia de los transeúntes.
Entonces Rachid describió una arriesgada curva en su huída y se acercó a la zona de la plaza en la que yo me encontraba, al parecer buscando mi ayuda. Había intuido que su perseguidor no cejaría y aterrorizado demandaba refugio de quien no podía ofrecérselo.
En las inmediaciones de la plaza existía una sucia callejuela. Rachid enloquecido por el miedo, se introdujo por ella. Yo, decidí llevar a cabo la maniobra acostumbrada y cuando ambos desaparecieron de la vista de todos, me asomé y chillé con todas mis fuerzas al bárbaro: “¡Tú, hijo de puta!, !estate quieto, cabrón!”. Sabía que él no conocía el significado exacto de mis palabras pero sí su sentido, y mi objetivo inmediato se cumplió. El militar se detuvo, mientras Rachid pegaba su espalda contra la pared que delimitaba el final de la calleja. Se volvió el soldado, de un bolsillo de su pernera extrajo un revólver con el que me apuntó y me hizo una inequívoca seña de que desapareciera de la escena. Yo busqué un poco de valor entre mi dignidad y la piedad por mi pequeño amigo y me enfrenté verbalmente al soldado: “deja al chaval, no te ha hecho nada”, le espeté estúpidamente.
El cazador no habló, sólo alargó hacia mí el brazo con el arma e hizo intención de disparar.
No necesitó hacer ningún otro gesto. Me aparté de la esquina al tiempo que el militar se volvía hacia Rachid.
Los dos disparos que yo oí nítidamente se confundieron con el ruido del tráfico que recorría la place de la Liberté, Avenue Mohamed El Mellakh y calles adyacentes.
Me pareció que nadie había oído los tiros.
Al otro día amaneció lloviendo sobre la ciudad.
Durante mucho tiempo me engañé con la idea de que no había ocurrido nada. Que el niño no había sufrido daño alguno.
No he vuelto a Marrakech.

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